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desde nuestro refugio encantado en San Juan de los Morros, Venezuela.., notas, artículos, curiosidades, visitantes ilustres, opiniones, comentarios etc, todo aquello que nos motive publicar...

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EXCELENTES LECTURAS. NO SE LAS PIERDAN...

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material gráfico: tocaelalmablogspot.com


       OSCAR WILDE / RAY BRADBURY / AUGUSTO MONTERROSO / HERNÁN DINAMARCA / BELÉN HERNÁNDEZ / RAFAEL ARGULLOL / ROSA MONTERO / MANUEL RICO    

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EL BLOG OPINA:

Este excelente material de lectura nos fue enviado por nuestro amigo Arturo Álvarez D Armas. Consideramos que bien vale la pena no dejarlo pasar y publicarlo en el BLOG...

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El hombre que contaba historias

Oscar Wilde
HABÍA UNA vez un hombre muy querido en su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:
-Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?
Él explicaba:
-He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.
-Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.
-Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.
Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.
Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas... Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos... Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:
-Vamos, cuenta: ¿qué has visto?
Él respondió:
-No he visto nada.
(OSCAR WILDE nació en 1854 en Dublín, Irlanda, y murió en París en 1900. Se destacó como dramaturgo, novelista y cuentista).

Cuento de Navidad
Ray Bradbury
EL DÍA SIGUIENTE sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de media hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. Todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
(RAY BRADBURY nació en 1920 en Illinois, Estados Unidos, y es un clásico de la ciencia ficción).

El paraíso
Augusto Monterroso
EN LOS ÚLTIMOS tiempos llegaba a su oficina un poco tarde, más bien bastante tarde, pero dentro de los límites según él tolerados por el sistema, que lo había puesto allí precisamente para que no trabajara, para que no estorbara, para que se presentara tarde; porque, como él reflexionaba, lo importante era no faltar, llegar, estar. Entonces el mozo le ofrecía una taza de café, que él aceptaba agradecido, ya que era bueno sentir que uno hacía algo, que uno tenía algo que esperar durante lo próximos tres minutos, aunque sólo fuera un café mal hecho y oloroso a rata vieja, viejísima. Cuando las secretarias le informaban de que nadie lo había buscado ("nadie" era lo contrario de nadie; "nadie" quería decir por supuesto algún jefe, alguien superior en la jerarquía de la oficina) se sentía tranquilo y seguro. La mañana podía, pues, transcurrir sin mayores angustias y ahora todo era cuestión de aguardar con paciencia el mediodía y posteriormente la una y las dos y media. Mas esto siempre era una ilusión. Las horas son duras de roer y es mejor, como hace la boa con sus víctimas, salivar sosegadamente cada una, largamente, para poder tragarla minuto a minuto, a pesar de que en las oficinas, observabas agudo en cierta ocasión, después de cada hora viene otra, y luego otra y otra, y todavía te quedan treinta minutos a manera de postre, que por fin despachas en la forma que sea y a la carrera. Naturalmente que de cualquier modo cuentas con el recurso del periódico. Sin embargo, conoces tus reservas y estás seguro de que alguno, el gran Alguno, estará allí sin falta para conversar contigo. Alguno escucha siempre con interés, o por lo menos lo finge, que no es poco, tus problemas, y te dice que sí cuando necesitas que te digan que sí, y que no, que eso no está bien, cuando hace falta que alguien desapruebe la conducta de tu mujer hacia el dinero, o hacia tus hijos, o hacia los papeles y libro que a cada paso dejas por ahí y por allá -con este famoso desorden tuyo tan característico que te permite en cualquier momento saber en dónde está cada cosa con tal de que no te arreglen el maldito escritorio; o quizá de cine, no; de deportes, menos; de literatura tal vez, pero no muy a fondo, pues si bien estás enterado de la mayoría de las novelas que se han escrito últimamente, sobre todo en Hispanoamérica que es la moda, en realidad no las has leído, aunque sabes que es, bueno, aunque crees que es de tu deber en calidad de escritor; pero en fin, puedes hablar de ellas como si lo hubieras hecho, ya que te basta tu instinto o una ojeada para darte cuenta de por dónde van Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez o Lezama Lima, sin necesidad de tomarte el trabajo, máxime ahora que no pasa un día sin que aparezca algo nuevo y ya no queda tiempo para leerlo todo, menos esos largos novelones a veces enredados deliberadamente por los autores para demostrar que conocen la técnica. ¿Te fijas? ¿Tú ya leíste Paradiso? Yo no he podido. No has terminado una cuando aparece otra. ¿Tú ya leíste? No, dices chistoso, yo todavía voy por el Quijote, a sabiendas de que jamás has leído ni leerás nunca el Quijote, que te revienta, como por fortuna decía de Dante el gran Lope de Vega en su lecho de muerte. Pero sin bromas, no, lo que pasa es que no has tenido tiempo. Entonces piensas resuelto que dentro de media hora, al salir, te vas a poner rápidamente al día en novela hispanoamericana, y ves un mundo perfecto, una especie de Jardín de las Delicias, en el cual llegas a tu casa y todo está listo y tu mujer con su lindo delantal rosado y su sonrisa, esa sonrisa que nunca desaparece de su rostro toda vez que ella no tiene problemas, te sirve de comer sin tardanza y tus hijos están bien sentados alrededor de la mesa, tranquilos y con dieces en conducta, y en un santiamén terminas tu postre y te vas a tu cuarto y agarras Paradiso y, como esos nadadores con grandes aletas tipo batracio en los pies y tubos de oxígeno en los hombros que a quién sabe cuántos metros bajo el agua contemplan en cámara lenta y en colores lo que antes nadie ha visto jamás, te sumerges en una lectura profunda, maravillosa, interrumpido tan sólo por tus propios impulsos, como son, por ejemplo, ir a orinar, o rascarte la espalda, o bajar por un vaso de agua, o poner un disco, o cortarte las uñas, o encender un cigarro, o buscar una camisa para el cóctel de esta tarde, o llamar por teléfono, o pedir un café, o asomarte a la ventana, o peinarte, o mirarte los zapatos, en fin, todo ese tipo de cosas que hacen agradable una buena lectura, la vida.
(AUGUSTO MONTERROSO nació en Tegucigalpa, Honduras, en 1921, y murió en México en 2003. Fue un genial autor de relatos y fábulas breves en las que resalta su maestría para la parodia y el humor).

65 años años después: Hitler y los alemanes

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Hernán Dinamarca
Es periodista y ensayista. Doctor en Comunicaciones - Universidad de Málaga. Reside en Heidelberg, Alemania.
A quienes amamos la Historia nos sobrecoge observar hoy hechos que mañana serán hito, más aún cuando estos evocan con una nueva mirada un pasado con ecos intensos. Eso es lo que he vivido una fría y brumosa tarde en este enero berlines, al visitar la exposición Hitler y los alemanes: comunidad y crímen”.
Desde el 15 de octubre recién pasado y hasta el 6 de febrero del 2011, en el Museo histórico de Alemania, en Berlin, por primera vez después de 65 años se exhibe una muestra de la compleja relación del pueblo alemán con su “conductor” (Führer). Casi siete décadas pasaron para que los alemanes rompieran un tabú. Se trata de un hecho histórico. Hasta hoy las evocaciones del ayer fueron siempre para mostrar el holocausto y el dolor causado por el tercer Reich. Ahora, sin soslayar ni olvidar el horror, esta exposición ha ido más allá, lo que en aras de la sanación de una comunidad es un paso nada trivial.
Desde el folleto se explícita que el objetivo es mostrar cómo el contexto político, social y la sensibilidad del pueblo alemán subyacían tras el poder de Hitler. Más que en los atributos personales del Führer, su incontrastable poder se explica por la interrelación entre el carismático líder y las expectativas y conductas de su pueblo (2). Sé que esta reflexión desde hace años ha sido compartida por muchos analistas, pero es digna la valentía implícita en la sociedad alemana para mirar a los ojos su pasado –aunque ocurra varias décadas después.
La exposición no oculta que prácticamente todos los niveles de la sociedad contribuyeron a crear un culto al dictador hasta los últimos días de la segunda guerra mundial. “Hace falta explicar cómo el insignificante Hitler, un hombre que vivió 30 años en el anonimato, sin estudios ni experiencia política, pudo convertirse en ese salvador”, declaró al diario El País de España uno de los curadores de la exposición, Hans-Ulrich Thamer. Según amigos alemanes una muestra así era una responsabilidad hacia las nuevas generaciones (de hecho se llena de un ávido público joven), que por décadas fueron educadas solo en un cuestionamiento culposo al régimen nazi y al holocausto, aunque sin nunca preguntarse sobre la figura del Führer y su relación con los alemanes. Esos mismos amigos me dicen que en el país ha sido por décadas tabú hablar de por lo menos dos cosas: de Hitler y de los judíos.
En más de 1.000 metros cuadrados y en orden cronológico se exhiben álbumes con fotos del Führer; abundante cine develando el ambiente triunfal y épico de la época; el símbolo de la esvástica en cajetillas de tabaco, en faroles de fiesta y en carros para repartir el diario del partido; dibujos infantiles y bordados a mano realizados por alumnos de colegios enteros como regalos para Hitler; tapices gigantes en su honor, juegos de mesa con él y la guerra como centro, junto a soldaditos nazis de plomo; carteles con la imagen de un niño discapacitado junto a un atleta que alerta sobre el riesgo demográfico si uno tiene más hijos que el otro; uniformes de prisioneros judíos e incluso dibujos realizados por niños en un campo de concentración. Ahí, ante nuestros ojos, la primera gran campaña de propaganda política co-ayudando en la construcción del Estado nazi, con su industria, crímenes, autopistas y festivales, y todo para explicar cómo, en una gran crisis del siglo XX, los alemanes vieron en Hitler y sus promesas una posibilidad de progreso material (sueño tan caro a esa época) y de sublimar el resentimiento y el orgullo herido posprimera guerra.
La exposición no oculta que prácticamente todos los niveles de la sociedad contribuyeron a crear un culto al dictador hasta los últimos días de la segunda guerra mundial.
Quiero aquí detenerme en dos imágenes que me impresionaron. Al inicio se exhibe la foto de una manifestación popular en los años posteriores a la primera guerra mundial, en un contexto de dolor enardecido ante las condiciones de la rendición. La imagen esta dispuesta de tal modo que recibe un haz de luz que solo ilumina a un sujeto aún anónimo y subsumido en una masa enorme: es Hitler. Gran detalle y efecto para dar cuenta de la emoción colectiva en que se inicia su ascenso al poder en la década del 30 del siglo pasado. De ahí en más, la muestra describe las políticas de gobierno, entre ellas las de exterminio, y lo que fue la colaboración y/o sumisión de la sociedad alemana de la época.
Es abundante la historiografía que ha analizado la relación entre el dolor y la humillación alemana posprimera guerra y la oferta de una nueva grandeza que encarnó el Führer. Otra literatura ha reflexionado sobre la presencia en el imaginario profundo alemán de una relación compleja con la autoridad, que en su lado A explica la capacidad para aprender con rigor la eficiencia y algunas estrictas reglas de convivencia social, mientras en su lado B explica la apertura ya sea a ejercer y/o subyugarse ante el autoritarismo. Y los teóricos posmodernos han problematizado lo que fue una modernidad de relatos totalitarios en que unos y otros se volvieron locos y los Hitler y Stalin de este mundo, como sombras terribles de lo humano, asolaron la espesura de occidente. Respecto a lo último, es fuerte en la muestra la propaganda con el odio anticomunista, más aún viniendo del nacional – socialismo –pues lector, trate usted de conectar con la época y reflexione sobre el apellido del partido-. Así como también son fuertes las imágenes de la muerte con la derrota definitiva del ejército alemán ante el “General Invierno”, hecho acaecido en la inmensa y feroz estepa de una Rusia entonces comunista.
La otra escena que me impresionó fue un desopilante contrapunto visual. Casi al cerrar la muestra se proyectan en 2 grandes televisores un discurso del Hitler real al lado del discurso de Chaplin en el film El Gran Dictador. Soberbio. Después de ver aquello he pensado que el genio del cine seguramente para dar credibilidad quiso ser sutil a la hora de parodiar a Hitler. Es que nada podría emular el histrionismo del orador, nada podría reflejar la rabia y pasión en su rostro, los gestos grandilocuentes y ridículos de sus manos, la ceguera y convicción que transmitía todo su cuerpo junto a la oratoria inflamada del tribuno. Ningún actor podría imitar a Hitler, pensó tal vez Chaplin, y por eso hoy, luego de ver ese notable montaje paralelo, pienso que él suavizó un poco al dictador con el fin de dotarlo ante el público de un realismo cierto en su fanática expresión.
Vivir esta experiencia me recordó el libro “Quiero dar testimonio hasta el final” de Víctor Klemperer (1881-1960), basado en dos mil páginas de anotaciones en sus diarios escritos entre 1942 y 1945 que narran con perplejidad su tiempo y su dolor. La obra, editada en español por Galaxia Gutenberg el año 2003, fue traducida y presentada por la filóloga y teóloga Carmen Gauger, quién vivió largo tiempo en Alemania la segunda mitad del siglo XX. La Gauger, en su discurso al presentar la obra (3), entregó su lúcida mirada: “la ignorancia respecto a los horrores del exterminio en que vivió la gran masa de alemanes no era tanto el efecto de una estrategia de ocultamiento por parte del sistema como una decisión conciente de cada individuo, la decisión de no saber más que lo justo. Primero, por el mito del Führer –y sus éxitos en una primera etapa- que llevó a aceptar las medidas antijudías como un pequeño “mal menor”, y por oportunismo y falta de valor civico. Y después, cuando el mito se derrumbaba a medida que se perdía la guerra, por una mezcla de indiferencia, miedo y conciencia de culpa, sin olvidar tampoco que a esas alturas el alemán medio sufría bombardeos diarios y lloraba a sus propios muertos”.
Tras esa sincera descripción, Gauger en su discurso nos ilumina con una sabiduría que ella quería para los nuevos alemanes, aunque en mi opinión se trata de valores fundamental para todos: “he pasado la mayor parte de mi vida en Alemania dedicada a la enseñanza… y sólo se me han ocurrido dos o tres reglas elementales: nunca sigas a un líder carismático y abre tú mismo los ojos. Práctica la desobediencia civil en las cosas pequeñas; sólo así podrás practicarlas algún día en las cosas grandes.”
Al inicio de esta crónica escribía que la muestra en comento era buena para la salud colectiva. Sabemos que todo individuo empieza a sanar de su trauma, de cualquier índole, solo conversando: pues qué, sino una conversación, es toda terapia. Lo mismo entonces ocurre con un pueblo. Este empieza a sanar cuando mira a los ojos su pasado, cuando no solo se culpa, sino también se atreve a aceptar, cuando se auto-comprende, se contextualiza y se explica, cuando asume sus errores y es capaz de lidiar con sus luces y sombras. Y eso, antes de esta muestra en el invierno de Berlin, en Alemania no se había hecho públicamente, o mejor dicho, los alemanes vivían sólo en la emoción culposa del flagelarse y del ocultar. Este es un primer paso para empezar a hablar y eso conlleva las complejidades y las fortalezas de la verdad y la libertad.

"No entendía que mi padre deseara que saliéramos rápido de las duchas"

Isaac Revah, superviviente del campo de concentración de Bergen Belsen, relata su periplo por toda Europa en la II Guerra Mundial en el día que se cumplen 66 años de la liberación de Auschwitz

BELÉN HERNÁNDEZ
En: www.elpais.com   /  Madrid: 27 de enero de 2011.
Hay dos fotogramas en la memoria de Isaac Revah que se mantienen intactos: el día que derramó en el fango la leche azucarada con pastas que suministraban a los niños de Bergen Belsen una vez por semana; y el ladrido del perro que el jefe de campo paseaba, cada día a las 6 de la mañana, entre las filas de prisioneros alineados en el patio. A esa hora, la de "la llamada", era momento para el recuento de los que poblaban el campo de concentración nazi situado en Baja Sajonia (Alemania)) y en el que murieron alrededor de 50.000 personas.
·                         Jerusalén pone nombre a cuatro millones de víctimas del Holocausto
"Con nueve años no entendía por qué ocurría aquello, los adultos nos lo ocultaban. Si hasta nos daban cursos de biblia y clases de matemáticas para mantenernos distraídos. El agua caliente de la ducha nos reconfortaba, por eso no entendía que mi padre deseaba que saliéramos rápidamente de allí [el método de las duchas falsas era el que se utilizaba para gasear a los prisioneros]. Ahora entiendo su mirada cada vez que salíamos de la ducha", contaba ayer Revah, en un español cervantino pero suave acento francés, en el café de un céntrico hotel madrileño, un día antes de ser el invitado de honor por la Asamblea de Madrid para relatar su testimonio como superviviente del Holocausto -en el que murieron más de seis millones de personas - en el mismo día que se cumplen 66 años de la liberación de Auschwitz.
Nacido en Salónica (Grecia) en 1934, Isaac Revah pertenecía a una familia de judíos sefardíes que tras el estallido de la II Guerra Mundial pidió asilo al gobierno español. Fue uno de los 367 "privilegiados" que las fuerzas alemanas trasladaron a Bergen Belsen, como medida provisional, en agosto de 1943 - 48.000 judíos de Salónica fueron deportados al campo de exterminio de Auschwitz - donde Benico Revah, su padre, Suzanne Aruch de Revah, su madre, Lela Soedaï, su hermana de 4 años, y un sinfín de tíos y primos permanecieron siete meses esperando un billete al otro lado de los Pirineos: "Cogimos el tren hacia Bergen Belsen vestidos con ropa estival, pensando desde el inicio de nuestro viaje que el verano era una época en la que el clima de España era displicente". Un tren de ganado en el que viajaban "entre 60 y 80 de nosotros" en cada vagón, según recuerda Revah, y en unas condiciones "difícilmente soportables": sin comida durante los siete días de trayecto y sin agua para todos. Condiciones que se repetían en las barracas en las que compartía cama con su padre y el tifus con sus vecinos de litera, además de "un líquido negro llamado café, y unas legumbres por la tarde".
Su Oskar Schindler particular - el industrial alemán que salvó la vida de 1.200 judíos del exterminio nazi durante la II Guerra Mundial - fue Sebastián de Romero Radigales, Cónsul General de Atenas entre 1943 y 1944, que intercedió para su salida del campo de exterminio nazi el 7 de febrero de ese último año, en plena guerra: "Cruzamos Alemania y Francia en vagones de tercera, desde donde vimos ciudades destrozadas, hasta llegar a Barcelona. De ahí conseguimos llegar hasta Palestina, cuando estaba bajo mandato británico y en 1948 nos trasladamos a la capital francesa".
Doctor en Física por la Universidad de París, a finales de los años sesenta trabajó un año para la NASA y tras su vuelta a Francia ha estado estrechamente vinculado a la agencia espacial francesa (CNES, en sus siglas en francés), además de ser director ejecutivo del Comité de Investigación Espacial COSPAR, en sus siglas en inglés) y académico de ciencias. Revah ha pasado toda su vida mirando al cielo, pero tiene los pies e la tierra. Cree en "la voluntad franca de paz" en el conflicto de Oriente próximo, pero también en una Palestina "para los palestinos" y un Israel "para los israelitas"; recela del auge del antisemitismo en Europa, y de la actitud cada vez más políticamente correcta y "parecida" de los gobiernos de izquierdas y de derechas en temas de inmigración; además, considera "justa y necesaria" la Ley de Memoria Histórica, consecuentemente, como víctima de un genocidio: "El Estado debe asumir sus responsabilidades y recompensar a las víctimas y familiares que han sufrido una tragedia como una guerra".
Una tragedia, la del Holocausto, que parece no haber ido con él. Isaac Revah, a sus 77 años - y tras perder a toda la familia por parte de su madre en una de las marchas de la muerte desde Bergen Belsen hasta Auschwitz - en definitiva se siente un privilegiado: "Siempre pienso que he sufrido menos que otra gente que pasó por el mismo campo. Cada vez que digo esto, tengo amigos diciéndome: "¡Basta ya!".

La biblioteca que escapó del fuego

RAFAEL ARGULLOL
En: www.elpais.com   /  Madrid: 29 de enero de 2011.
El 12 de diciembre de 1933, dos barcos de vapor, el Hermia y el Jessica, remontaron el río Elba con un cargamento de 531 cajas. Abandonaban el puerto de Hamburgo con el propósito de dirigirse a los muelles del Támesis, en Londres. En las cajas, además de miles de fotografías y diapositivas, estaban depositados 60.000 libros. En principio, se trataba de un préstamo que debía prolongarse a lo largo de tres años. La realidad es que los libros ya no emprendieron el viaje de regreso a su lugar de origen, consumándose, así, el traslado definitivo, desde Alemania a Inglaterra, de la Biblioteca Warburg, una de las empresas culturales más fascinantes del siglo pasado y quizá la que resulta más enigmática desde un punto de vista bibliófilo.
En 1933 la Biblioteca Warburg, una empresa cultural fascinante, viajó de Alemania a Inglaterra
Es una colección organizada con criterios sutiles y heterodoxos
Como estamos mucho más habituados a las imágenes de libros en las hogueras, resulta difícil de imaginar el proceso contrario: la salvación de una gran biblioteca del acecho de las llamas. La de Alejandría fue incendiada varias veces, y tenemos abundantes noticias sobre quema de libros en cualquier época sometida al fanatismo, hasta el pasado más reciente. Por eso llama la atención lo ocurrido con la Biblioteca Warburg. Curiosamente, todo fue muy rápido, pese a que las negociaciones secretas entre los alemanes y británicos implicados en el plan de salvación de la biblioteca fueron largas y laboriosas. A principios de 1933, Hitler alcanzó el poder, y a finales de ese mismo año los volúmenes que Aby Warburg había reunido en el transcurso de cuatro décadas ya se encontraban en su nueva morada londinense. Los acontecimientos se precipitaron, sometidos al vértigo sin precedentes de un periodo que culminaría en el mayor desastre de la historia. Los continuadores de la obra de Aby Warburg -pues este había fallecido un lustro antes- pronto advierten que será imposible proseguir con su labor bajo la vigilancia nazi. En consecuencia, empiezan los contactos destinados al traslado. Primero se piensa en la Universidad de Leiden, en los Países Bajos, donde escasean los fondos para el futuro mantenimiento. Después, en Italia, el lugar más adecuado de acuerdo con el contenido de la biblioteca, pero el menos fiable tras el largo Gobierno de Mussolini. Finalmente, se impone la opción británica. Eric M. Warburg, hermano de Aby, escribió una crónica pormenorizada de las negociaciones que, como apéndice, se incluye en el recién publicado texto de Salvatore Settis Warburg Continuatus. Descripción de una biblioteca (Ediciones de la Central y Museo Reina Sofía). El relato nos introduce en una trama de alta intriga.
¿Por qué era tan singular la Biblioteca Warburg? Es difícil obtener una respuesta unívoca. De la lectura del libro de Salvatore Settis, así como de la del también reciente y muy recomendable ensayo de J. F. Yvars Imágenes cifradas (Elba), se desprende una suerte de paisaje de círculos concéntricos según el cual la misteriosa personalidad de Aby Warburg abrazaría la estructura de su biblioteca, del mismo modo en que los hilos de la telaraña no pueden comprenderse sin el instinto constructor del propio insecto. También las explicaciones, ya clásicas, de Fritz Saxl, Ernst Cassirer, Erwin Panofsky o E. H. Gombrich sobre el maestro de Hamburgo apuntan en la misma dirección. Lo que podríamos denominar el caso Warburg se refiere a un hombre que dedicó su vida a la formación de una biblioteca que, con el tiempo, sería muchos mundos al unísono: un edificio, construido en Hamburgo por el arquitecto Fritz Schumacher, que debía inspirarse en la elipse orbital de Kepler; un laberinto que atrapaba al visitante, según Cassirer; una colección organizada de acuerdo con criterios sutiles y completamente heterodoxos, todavía no enteramente dilucidados; un polo espiritual que magnetizaba a cuantos se acercaban y que daría lugar, primero en Alemania y luego -póstumamente respecto al fundador- en Reino Unido, a la más prestigiosa tradición contemporánea en el territorio de la Historia del Arte.
En el centro de la telaraña, el hombre, Aby Warburg, continúa siendo un misterio, alguien mucho más evocado que leído, a pesar de que últimamente crece la edición de sus escritos, incluido su crucial Atlas Mnemosyne (Editorial Akal), comparado, con razón, por Yvars con elLibro de los pasajes de Walter Benjamin. De Aby Warburg siempre se recuerdan dos circunstancias que acotan su trayectoria vital. De sus últimos años se saca a colación la enfermedad nerviosa que motivó su internamiento en un sanatorio y, en el otro extremo de su biografía, se alude al adolescente que, en un gesto bíblico, renunció a su primogenitura en el seno de una familia de la gran burguesía hamburguesa a condición de que, en el futuro, siempre dispusiera de los fondos necesarios para adquirir cuantos libros quisiera. A los 13 años, la edad en que se produjo esa renuncia, Aby parecía haber adivinado ya sus dos pasiones futuras: coleccionar libros y organizar de manera revolucionaria su colección. El resultado fue, sobre todo después de la construcción del edificio que obedecía a sus innovadores criterios, una biblioteca radicalmente distinta a las demás.
Las estanterías de la Biblioteca Warburg reunían volúmenes que guardaban entre sí "afinidades electivas", lo cual suponía extraños alineamientos de arte, medicina, filosofía, astrología o ciencias naturales alrededor de unas imágenes simbólicas que, aisladas en cada especialidad, perdían su fuerza genealógica. Así, por ejemplo, y para horror de los historiadores ortodoxos, en los paneles del Atlas Mnemosyne Warburg juntaba motivos alegóricos, fragmentos de cuadros, emblemas esotéricos, fórmulas matemáticas o grabados sobre la circulación sanguínea en un solo plano de múltiples relaciones. Gracias a esas "afinidades electivas", el historiador podía excavar el pasado a través de múltiples túneles que se iban entrecruzando en el subsuelo de la memoria (Mnemosyne era el frontispicio que presidía la Biblioteca Warburg). Esta idea, susceptible de ser aplicada a toda la historia de la cultura, era particularmente importante al tratar de identificar las fuentes antiguas del arte renacentista, como demostró el mismo Aby Warburg con sus extraordinarias radiografías de El nacimiento de Venus y La Primavera de Botticelli. Sus discípulos experimentaron pronto que su biblioteca, lejos de ser un archivo inerte, era un organismo vivo que trasladaba a la imaginación por las diversas islas del conocimiento.
Lo que los dos barcos de vapor transportaban aquella gélida mañana de diciembre de 1933 no eran solo miles de libros cuidadosamente escogidos a lo largo de décadas, sino la semilla de una sabiduría singular que daría frutos magníficos. Parece que la decisión del municipio de Hamburgo de prestar por tres años la Biblioteca Warburg irritó sobremanera a la Cancillería del Reich en Berlín. Empezaban las hogueras por todas partes y, desde luego, era escandaloso que se hubieran escapado sigilosamente 60.000 posibles víctimas.
Rafael Argullol es escritor.

Este cuerpo nuestro que nos mata

ROSA MONTERO
En: Babelia. Madrid: 29 de enero de 2011. www.elpais.com
El escritor, médico y político británico David Owen estudia la influencia de las dolencias físicas y psíquicas en las decisiones de los dirigentes mundiales del siglo XX, desarrolla una teoría propia sobre la borrachera de poder y, sobre todo, ofrece un fresco asombroso de la titánica lucha del ser humano contra el dolor y la enfermedad
Dice David Owen en su interesantísimo ensayo En el poder y en la enfermedad que, según un estudio de 2006, el 29% de todos los presidentes de Estados Unidos sufrieron dolencias psíquicas estando en el cargo y que el 49% presentaron rasgos indicativos de trastorno mental en algún momento de su vida, cifra que a Owen (y a cualquiera) le parece alta, y más aún si se compara con la población en general, que, según la OMS, estaría en torno al 22%. Yo ya sabía que los artistas, escritores incluidos, mostraban una tendencia mayor al desequilibrio psíquico, pero ignoraba que compartiéramos esa peculiaridad con los políticos, lo cual a decir verdad resulta harto inquietante, porque yo no me fiaría ni un pelo de mí misma si estuviera sometida a la tremenda presión de tener que decidir bombardear un país, pongamos por caso. Aunque los datos sólo hacen referencia a los presidentes norteamericanos, es de suponer que se pueden extrapolar a los demás países, o eso se deduce de la lectura del libro de Owen, que estudia la influencia de las enfermedades físicas y psíquicas en las decisiones de los dirigentes mundiales del siglo XX.

En el poder y en la enfermedad

David Owen.
Traducción de María Cóndor.
Siruela. Madrid, 2010.
514 páginas. 29,95 euros.
Owen ofrece varios ejemplos de 'hybris', aunque el más logrado es el retrato de la chifladura a dúo de Blair y Bush con la guerra de Irak
Este Owen es un personaje singular, médico neurólogo y además dos veces ministro laborista en Gran Bretaña, con las carteras de Sanidad y de Asuntos Exteriores. También es autor de una decena de libros y hay que reconocer que escribe bien, con esa elegancia a la vez ligera y rigurosa de los intelectuales ingleses. Esta obra es un fascinante viaje por el cuerpo, por esa cosa tan íntima que es la salud, un asunto sin duda privado que, sin embargo, cuando atañe a los dirigentes de un país, puede acabar teniendo graves consecuencias públicas. Esa es la primera cuestión que intenta dilucidar el autor: hasta qué punto determinadas dolencias pudieron inhabilitar al político en momentos graves. El texto, documentadísimo, nos muestra las profundas depresiones de Abraham Lincoln o de De Gaulle (ambos con ideas suicidas), el probable trastorno bipolar de Theodore Roosevelt, de Lyndon Johnson y de Winston Churchill, la hipomanía (un bipolar más leve) de Jruschov, el alcoholismo de Nixon y de Borís Yeltsin... Por no hablar de los diversos cánceres y otras enfermedades terribles que muchas veces los dirigentes sobrellevaron en primera línea de visibilidad y actividad sin que nadie sospechara nada.
Porque, a juzgar por este libro, los políticos mienten como bellacos para ocultar sus enfermedades. Incluso aquellos que han prometido públicamente una total transparencia sobre su salud, como Mitterrand, se entregan con la mayor desfachatez a la ocultación y disimulo: de hecho, nada más acceder a la jefatura del Estado en 1981, a Mitterrand le descubrieron un cáncer de próstata avanzado, y toda su carrera como presidente, hasta su muerte en 1996, la hizo enfermo y mintiendo. El sah de Persia también ocultó su cáncer durante años, y el presidente norteamericano Franklin Roosevelt, que tuvo polio a los 39 años y quedó paralítico, intentó ocultar su minusvalía e incluso ideó un método para ponerse de pie y dar unos pocos pasos para hacer creer que podía caminar. De las 35.000 fotografías que se conservan en el archivo de Roosevelt, sólo dos lo muestran en su silla de ruedas.
Pero el caso más alucinante es el de John Kennedy, que, bajo su aspecto estudiadamente deportivo y saludable, estaba tan hecho polvo que parece increíble que pudiera seguir vivo. Kennedy tenía la enfermedad de Addison, que es una insuficiencia crónica de ciertas hormonas esenciales. Eso provocó que le atiborraran durante toda su vida de cortisona, un fármaco que le hinchó el rostro y le deshizo huesos y cartílagos con una osteoporosis galopante. Tenía las vértebras aplastadas y sujetas con placas y tornillos, sufría inflamación crónica de intestino, colon irritable, dolores constantes de cabeza y de estómago, infecciones respiratorias y del tracto urinario, malaria y unos padecimientos de espalda tan fuertes que hubo épocas en las que le inyectaban procaína en los nervios tres y cuatro veces al día, un tratamiento dolorosísimo pero que proporcionaba un pasajero alivio. Tomaba tantas medicaciones que a veces iba zombi, y de hecho Owen considera que el disparate de la invasión de Bahía Cochinos tuvo mucho que ver con el terrible estado de salud del presidente. Para peor, durante cierto tiempo estuvo enganchado a las anfetaminas, porque otra de las revelaciones que aporta este libro es la de la falta de honestidad profesional de buena parte de los médicos personales de los políticos, que se prestan a engañar a la ciudadanía y a drogar irresponsablemente a sus pacientes con la mayor alegría.
Además Owen desarrolla una teoría propia sobre la borrachera de poder que padecen algunos dirigentes y bautiza esa dolencia comohybris, siguiendo la voz griega. Según Esquilo, los dioses envidiaban el éxito de los humanos y mandaban la maldición de la hybris a quien estaba en la cumbre, volviéndolo loco. La hybris es desmesura, soberbia absoluta, pérdida del sentido de la realidad. Unida a un fenómeno bien estudiado por los psicólogos y denominado "pensamiento de grupo" (según el cual un pequeño grupo se cierra sobre sí mismo, jalea enfervorecidamente las opiniones propias, demoniza cualquier opinión ajena y desdeña todo dato objetivo que contradiga sus prejuicios), las consecuencias pueden ser catastróficas. Owen ofrece varios ejemplos de hybris, aunque el más logrado es el retrato de la chifladura a dúo de Blair y Bush con la guerra de Irak.
Pero por debajo de todo esto, de las álgidas peripecias políticas, de las manipulaciones, las mentiras y los secretos, lo que emerge de la lectura de este libro es un fresco asombroso de la titánica lucha del ser humano contra el dolor y la enfermedad, contra este cuerpo nuestro que nos humilla y nos mata. Es un recuento de batallas inevitablemente perdidas, pero, aun así, de alguna manera alentadoras. Porque a Mitterrand le dieron tres años de vida y aguantó quince en plena actividad; porque a Kennedy le dijeron en 1947 que moriría antes de un año y tuvo que matarle un asesino en 1962... El ser humano es capaz de las más increíbles gestas de superación. ¡Arriba el ánimo, enfermos bipolares, que podéis ser presidentes de los Estados Unidos!

Amor a todo Amor. Poesía reunida. 1988-2010

MANUEL RICO
En: Babelia. Madrid: 29 de enero de 2011  /  www.elpais.com
En Amor, Manuel Vilas (Barbastro, 1962) concentra veintidós años de escritura poética. Tres libros de madurez -El cielo (2000),Resurrección (2005) y Calor (2008)- precedidos, bajo el marchamo de 'Primeros poemas', por una selección de 19 textos que formaron parte de tres libros de iniciación publicados en los noventa, anteceden a una pequeña muestra de cinco poemas recientes e inéditos con la que cierra el volumen. Todo ello da entidad a una obra sólida, irreverente, inyectada de realidad y, a la vez, proyectada hacia la cultura, hacia la sociedad, hacia la política y hacia lo imaginario. La poesía de Vilas, que conforma un universo compartido, con muy frágiles líneas divisorias, con su obra narrativa (cuentos y novelas, entre ellas sus recientes España y Aire nuestro), es de una acusada singularidad. Es la poesía del amor irreverente ("El amor a todo me parece la única salida del laberinto", escribe Vilas) y de los mundos de la memoria, la poesía que escribe un personaje con el nombre del autor pero con el que éste establece una distancia cultural y, sobre todo, social: la que va del "pequeño burgués" al personaje revolucionario y descreído, sólo guiado por el amor, que vive inmerso en el desafío permanente, en la burla hacia los símbolos de la cultura oficial. Es la lírica de los seres frágiles y miserables y de los mitos de una cultura urbana algo rota, nacida y madurada en la era del rock y en el consumismo en ascenso desde la España de los setenta en la que el propio poeta fue niño hasta un siglo XXI marcado por la globalización y el ciberespacio. Automóviles de segunda mano y de marcas conocidas, muchachas entrevistas en la caja del hipermercado o en un bar nocturno, conviven en la poesía de Vilas con homenajes, unas veces sutiles, otras explícitos y casi estridentes, a escritores como Catulo o Franz Kafka, Ezra Pound o Hemingway, o con la apelación a un peculiar y desafiante comunismo. Una poesía de amalgama, escrita en un prosaísmo deliberado pero salpicada de destellos líricos, cargada de humor y de giros imprevistos y provocativos que suelen quebrar la normalidad de lo cotidiano; una poesía inyectada de proteína pop, de escenarios sustentados en el artificio de la cultura del McDonald's o en la realidad pavorosa de las periferias industriales (de Zaragoza casi siempre). Y, sobre todo, de ternura, de compasión, de amor: "Todo cuanto viene de los hombres, la guerra, la enfermedad, la ciencia, el amor, la historia, los cosméticos, los bañadores, yo lo amo". Una poesía reunida que no cierra una obra. Ni siquiera un ciclo. Viva, personal, inmersa en el presente y proyectada al futuro.

Amor. Poesía reunida. 1988-2010

Manuel Vilas
Visor, Madrid, 2010
295 p?ginas, 14 euros